Sonia Rico

4 de junio de 2025
¿Y si la culpa no fuera una enemiga, sino una aliada silenciosa que espera ser escuchada? Sonia Rico Mainer, periodista, coach, investigadora en desarrollo personal, divulgadora en redes, creadora del podcast Instantes de Inspiración y autora del libro ‘Querida culpa, gracias pero adiós’ (Ediciones Urano), nos invita a cambiar la mirada sobre una de las emociones más incómodas y, al mismo tiempo, más frecuentes en la vida cotidiana. Desde su experiencia personal como madre y su formación en disciplinas como la Practitioner en Programación Neurolingüística (PNL), la kinesiología emocional o el yoga, Sonia ha tejido una propuesta terapéutica única que apunta directamente al corazón de nuestras heridas emocionales.
En esta conversación íntima y reveladora, Sonia desmonta las creencias limitantes que perpetúan el autojuicio, explica cómo la culpa puede convertirse en un faro para el crecimiento personal y ofrece herramientas para transitar del castigo interno a la autocompasión. Un viaje hacia la autenticidad y la libertad interior que, como ella misma dice, empieza por atreverse a mirar hacia adentro.
¿Cómo nació la idea de escribir sobre la culpa y en qué momento decidiste tratar este tema?

Creo que en realidad, la culpa me eligió a mí. Un día me di cuenta de que, al final del día, me sentía culpable por absolutamente todo. Cada decisión que tomaba tenía una cara B: la de la culpa. Llevar a mi hijo a la guardería o no llevarlo. Quedarme en casa porque estaba enferma o ir a trabajar. Ceder a lo que no quería hacer… o decir “no”. Todo, absolutamente todo, tenía una capa de culpa.
Y entendí algo muy profundo: la culpa no aparece solo cuando hacemos algo “mal”. También surge cuando sentimos que no cumplimos expectativas, que no somos suficientes, o que no estamos donde “deberíamos” estar. Esa culpa no siempre grita. A veces se instala en silencio, como un parásito emocional que te roba energía, alegría, libertad e incluso, salud.
La sentía yo, pero también la veía en terapia, en coaching, en mis amistades... Así que decidí profundizar. No para declararle la guerra, sino para comprenderla. Para agradecerle su función —porque a veces nos quiere proteger— y luego poder decirle: “gracias, pero adiós”. Porque la culpa puede tener algo que enseñarnos, pero no tiene por qué quedarse a vivir con nosotros.
Sentimiento de culpa heredado
Cómo mencionas en el libro, en la cultura occidental, la culpa suele verse como una carga negativa, mientras que en algunas filosofías orientales se percibe como una oportunidad de aprendizaje. ¿Crees que la forma en que experimentamos la culpa es más cultural que innata?
En nuestra cultura, casi podríamos decir que nacemos culpables. Venimos al mundo con el peso del pecado original. Adán y Eva desobedecieron en el paraíso y, según esa narrativa, la humanidad heredó esa culpa. Después vinieron Caín y Abel, y con ellos la idea del bien y el mal como polos opuestos. Todo lo que se aleje del “bien” te convierte en “culpable” y ya sabemos que ese concepto es muy relativo. No hace falta ser creyente para arrastrar esta carga, ya que estos relatos forman parte de nuestro inconsciente colectivo.
Sin duda, la forma en que experimentamos la culpa es profundamente cultural. La culpa, en sí, no es negativa si sabemos gestionarla. Es una emoción que puede ayudarnos a reflexionar, a reparar, a evolucionar… El problema es lo que hemos aprendido a hacer con ella.
“La culpa no aparece solo cuando hacemos algo mal. También surge cuando sentimos que no cumplimos expectativas”
En las culturas occidentales, la culpa está asociada al juicio, la vergüenza y el castigo. Desde pequeños nos enseñan que, si hacemos algo mal, perdemos amor, afecto o pertenencia. Así, equivocarse se convierte en algo peligroso. De este modo, la culpa, en lugar de ser una brújula, se convierte en una prisión. En cambio, en muchas filosofías orientales, la culpa no conlleva esa carga personal ni moralista. Se concibe más bien como un indicador, una señal de sufrimiento o desconexión. Desde ahí, es posible corregir, aprender y actuar de otra manera. No se necesita redención ni castigo, sino conciencia y responsabilidad. En el libro lo resumo con una frase que lo dice todo: En Oriente, la culpa se vive como “yo sufro”; en Occidente, como “yo peco”. Y esa diferencia lo cambia todo. Una te invita a sanar; la otra, a castigarte. Ya es hora de dejar de ver la culpa como una condena y empezar a asumirla como una oportunidad para crecer.
Las dinámicas familiares son una de las principales fuentes de culpa desde la infancia. ¿Cómo podemos reformular las creencias que nos inculcaron sobre la culpa sin sentir que estamos “traicionando” nuestros valores?
Lo primero es distinguir entre “valores” y “lealtades inconscientes”. Muchas veces seguimos ciertos patrones porque creemos que así honramos a quienes nos criaron: “Si mamá se sacrificó toda su vida, yo también debo hacerlo. Si papá nunca descansó, ¿quién soy yo para permitírmelo?” Eso no es fidelidad consciente, es culpa heredada.
Para sanar, necesitamos revisar esas creencias con amor, no con reproche. Debemos preguntarnos: ¿Esto sigue siendo válido para mí? ¿Me acerca a quien quiero ser o me aleja? Reformular no es traicionar, sino tomar lo valioso y soltar lo que ya no sirve. Es elegir desde la conciencia, no desde el miedo.
¿Debemos cambiar nuestra forma de acompañar a los demás?
Sí, sobre todo, a los más pequeños—. Venimos de generaciones que educaban desde el deber, el castigo y el adoctrinamiento. Pero hoy sabemos que hay otra forma. Podemos educar sin culpar, enseñar sin censurar y guiar sin imponer.
“El verdadero perdón no es olvidar, es liberar a esa versión pasada de la condena y darte permiso para vivir en paz con quien eres hoy”
Porque cuando acompañamos con presencia, el otro florece; sin embargo, cuando censuramos, se hace pequeño. Muchas de nuestras culpas provienen de ahí, de haber aprendido que, si no éramos como esperaban, no merecíamos amor.
En la sociedad actual, donde se exalta la productividad y el éxito, parece que sentir culpa por descansar o por no ser “lo suficientemente buenos” se ha vuelto algo normalizado. ¿Cómo podemos reconciliarnos con la idea de que no siempre tenemos que hacer más?
Lo primero que propongo es cuestionarnos esa voz interna que no nos deja descansar. ¿De quién es? ¿Quién te enseñó que solo si produces, vales? ¿Quién dijo que descansar es perder el tiempo? Muchas veces repetimos exigencias que ni siquiera son nuestras, que provienen de un modelo que aprendimos, ya sea dentro o fuera de casa.
También es importante preguntarnos: ¿con quién me estoy comparando? Porque muchas veces la culpa no viene del presente, sino del reflejo de nuestro espejo. Vemos a otros que parecen “llegar a todo” y sentimos que nosotros estamos fallando. Pero eso no es real. Cada persona lleva su propio mundo, y compararnos es olvidar lo únicas que somos y lo valioso que es nuestro propio ritmo.
Necesitamos reconciliarnos con nuestra humanidad. No somos máquinas. No vinimos a producir, vinimos a vivir. Y el descanso no es un lujo, es una necesidad fisiológica, emocional y espiritual. La clave está en reeducarnos: cambiar el “tengo que” por el “elijo”, y entender que, muchas veces, parar también es avanzar.
Date permiso para actualizar tu propia versión
De vez en cuando nos castigamos mentalmente por errores del pasado, aunque ya hayamos cambiado. ¿Cómo podemos dejar de asociar nuestra identidad con lo que hicimos en otro momento de nuestra vida?
Lo primero es entender que no eres lo que hiciste, sino quien has decidido ser después de eso. El problema es que muchas veces no nos damos permiso para evolucionar. Seguimos definiéndonos por lo que fuimos, como si esa versión anterior fuese definitiva. Pero no lo es. Has cambiado, aprendido y crecido. ¿Por qué seguimos hablándonos como si aún fuéramos esa versión de nosotros mismos?
Imagina que eres un sistema que ha recibido actualizaciones. Tu versión actual no es la misma que la de hace cinco años, ni la de hace cinco meses, ni siquiera la de hace unas horas. No tendría sentido juzgar tu yo actual por cómo actuaba tu “versión 1.0”. Aquella actuó con lo que sabía y con los recursos que tenía. Además, gracias a esa versión, hoy eres quién eres.
“En Oriente, la culpa se vive como “yo sufro”; en Occidente, como “yo peco”. Y esa diferencia lo cambia todo. Una te invita a sanar; la otra, a castigarte”
Pero para integrar esto, es necesario mucha compasión. No basta con entenderlo intelectualmente, hay que abrazarlo emocionalmente. El verdadero perdón no es olvidar, es liberar a esa versión pasada de la condena y darte permiso para vivir en paz con quien eres hoy.
Si la culpa nos avisa cuando hemos cometido un error, ¿por qué muchas veces seguimos sintiéndonos culpables incluso cuando sabemos que no hemos hecho nada malo?
A veces, la culpa surge simplemente por hacer algo diferente, cómo priorizarnos, poner límites, decir que no o elegirnos. Incluso puede aparecer por algo tan sencillo como estar bien cuando los demás no lo están.
Esa culpa no es real, es aprendida. Proviene de una educación en la que ser “buena persona” implicaba sacrificarse, no molestar, no destacar, no desobedecer. Así que, cuando empezamos a actuar desde nuestra autenticidad y no desde el deseo de complacer, esa culpa se activa como una alarma, aunque no haya cometido ningún error.
“No somos máquinas. No vinimos a producir, vinimos a vivir”
Luego existe otra forma de culpa, más silenciosa pero muy común: la culpa perfeccionista, la que nos imponemos a nosotros mismos. Esa que nos dice que podríamos haberlo hecho mejor. Es agotadora y proviene del mismo lugar: el miedo a no ser suficiente. Es como si tuviéramos una voz interna que nos repite constantemente: “Si no es perfecto, no vale”. Esto genera culpa constante, incluso cuando estamos haciendo las cosas bien.
Por eso, necesitamos aprender a diferenciar: ¿Esta culpa es una brújula o una carga? ¿Me está alertando sobre algo real o simplemente refleja una exigencia interna que ya no me sirve? Sentir culpa no siempre significa que estemos equivocados. A veces significa que estamos sanando, creciendo o eligiéndonos. Hay que recordar que la culpa perfeccionista nunca se calma con más esfuerzo, sino con más compasión.