Montse Esquerda
11/05/2022
De la muerte no se habla. Hemos hablado mucho de muertos durante la pandemia, pero como afirma, citando a Stalin, Montse Esquerda, pediatra, psicóloga y directora general del Institut Borja de Bioética de la Universitat Ramon Llull, “la muerte de una persona es una tragedia, la muerte de millones de personas es una estadística”. Pese a ello, y aunque no nos demos cuenta, Esquerda espera que estemos en el camino de “reculturizar la muerte”, un proceso que ella considera necesario para vivir mejor (“tener presente el final nos resitúa continuamente, nos hace tener claro lo que es más y menos importante”) y, sobre todo, para morir mejor, para aceptar ese final que conocemos, pero ante el que, protegidos por la creencia en los avances médicos, nos negamos a doblegarnos. Sobre ello habla la experta en Hablar de la muerte para vivir y morir mejor (Alienta) un libro en el que, partiendo de una experiencia personal de infancia en el ámbito rural, Esquerda analiza cómo nos hemos ido alejando progresivamente como sociedad de la muerte hasta el punto de convertir a ésta, antes parte de lo cotidiano, en un tabú que rehuimos como si fuese el peor de los virus.
Cuenta en la introducción del libro una anécdota de infancia que demuestra hasta qué punto la muerte formaba parte de lo cotidiano. ¿Hemos perdido esa cercanía con la muerte?
Es muy curioso, porque antes de publicarse envié el libro a varios amigos, del ámbito de la medicina y de fuera de él, para que lo leyeran y me dijesen qué les parecía. Una amiga de mi edad me dijo que ella ya no había tenido ese acercamiento a la muerte que narro yo en la introducción. Sus abuelos fallecieron y ella no fue al velatorio ni al funeral, así que seguramente esa cercanía con la muerte de la que hablo pertenece más al entorno rural. En las ciudades ya llevamos más décadas alejados de la muerte.
¿A qué cree que se ha debido ese progresivo alejamiento social de esa visión de la muerte como algo cotidiano?
Creo que hay diferentes causas, algunas más de origen sociológico. Al vivir en ciudades se pierde un poco el sentido de comunidad. En los pueblos y en los sitios pequeños resulta más fácil mantener ese sentido de pertenencia.
“Ha habido una profesionalización de la muerte y eso hace que la gente pierda cercanía con ella”
Y también en cierta manera ha habido una profesionalización de la muerte. Los funerales se profesionalizan. Aparecen los velatorios, que acostumbran a ser en la periferia, fuera de las ciudades, con horario, e incluso por la noche los muertos quedan solos. Antes en casa eso era imposible y toda la comunidad iba pasando por el hogar para ese adiós. Era un ritual social. Yo creo que esa profesionalización de la muerte hace que la gente pierda cercanía con ella.
Esa profesionalización también afecta a otro punto: antes la mayoría de la gente moría en casa. Hoy muchos mueren en la cama de un hospital.
Es que hace no tanto se llamaba antes al sacerdote que al médico, porque también es cierto que muchas veces el médico poco podía hacer. La medicina de hace 60 o 70 años tenía pocas posibilidades, incluso a la hora de paliar el dolor. Con el gran desarrollo de la medicina, cada vez intervienen más decisiones médicas en el final de la vida. La muerte, por así decirlo, se convierte también en un problema médico.
“Con el gran desarrollo de la medicina, cada vez intervienen más decisiones médicas en el final de la vida. La muerte se ha convertido también en un problema médico”
Para usted, ¿cuáles son las consecuencias más claras de ese alejamiento de la muerte?
Para mí es evidente que aumenta el sufrimiento al final de la vida. Primero porque al dejar la muerte como un problema médico hemos pensado que la medicina lo iba a resolver. Quiero creer que todos sabemos que somos mortales, pero en cierta manera nos cuesta mucho más aceptar que una persona, sea de la edad que sea, pueda morir de una infección de orina. Aceptar eso se nos hace mucho más difícil, creemos que podemos controlar todas las enfermedades, y eso hace mucho más difícil las decisiones al final de la vida.
“Creemos que podemos controlar todas las enfermedades, y eso genera más sufrimiento y hace mucho más difícil las decisiones al final de la vida”
El otro día repasaba en un estudio que tenemos 6.000 fármacos disponibles y la posibilidad de pedir 4.000 pruebas diagnósticas. Con todo ese arsenal cuesta mucho más parar, saber ver cuando todo esto ya no es necesario.
¿Otra consecuencia puede ser un mayor miedo a la muerte?
Sí. Se une el miedo a la muerte, porque es algo que no hemos visto y que desconocemos, con el miedo a morir de una determinada manera. Cuando hablas con gente mayor muchas veces te dicen que lo que no quieren es morir en un hospital, en un pasillo, con tubos… Eso se repite mucho. Y es curioso que cuando esas personas mayores enferman o se están yendo, lo primero que hacemos es pedir una ambulancia y enviarlos al hospital. Cuesta mucho sostener ese final si no tenemos preparación e incluso a profesionales preparados para acompañar a las familias en el domicilio.
“En las ciudades ya llevamos muchas décadas alejados de la muerte”
Hablar de la muerte para vivir mejor
Hablar de la muerte ayuda a vivir mejor, se titula uno de los capítulos de su libro. ¿Por qué?
Fue el capítulo que más me costó escribir, justo el que habla de la vida (risas). Yo aprendí algo trabajando en urgencias pediátricas: allí tratamos cuadros que generan mucha angustia a las personas, pero que por regla general muchas veces son cuadros leves como bronquiolitis, neumonías… Pero a la que a urgencias llegaba un niño de oncología, que pasaba por delante de todos por su situación, veías que desaparecían todas las quejas. Y eso pasaba porque habíamos hecho todos algo de forma inmediata: relativizar lo que estábamos viviendo. Eso es importantísimo. Acostumbramos muy a menudo a preocuparnos muchísimo por cosas que pasado mañana no tendrán mucha importancia. En cierta manera la muerte, tener presente el final, nos resitúa continuamente, nos hace tener claro lo que es más y menos importante.
“La muerte es una conversación de domingo después de comer, de oír una noticia en la tele y aprovechar la oportunidad para hablar sobre ella”
Ese “hablar”, entiendo, y así lo deja claro el siguiente capítulo, también ayuda a morir mejor. Supongo que eso es así porque nos acerca a esas características con las que Ariès había descrito a la muerte hasta principios del siglo XX: cercana, familiar, pública, preparada y aceptada.
Es que sin hablar es imposible. Los seres humanos estamos preparados para conectar con la palabra. La palabra crea el pensamiento, no el pensamiento a la palabra. Por eso hablar nos ayudará a todos. Primero porque en la familia lo tendremos mucho más claro, pero también me ayudará a mí mismo a pensar de una forma distinta hacia la muerte.
¿Cómo empezar a hablar de la muerte cuando la muerte es un tabú social?
La muerte no pertenece a esas grandes conversaciones que necesitan un cónclave familiar. La muerte es una conversación de domingo después de comer, de oír una noticia en la tele y aprovechar la oportunidad para decir que a uno le gustaría esto o que no le gustaría morir en el hospital, por ejemplo, y a partir de ahí dar espacio a la conversación, al debate.
Hay que poder hablar de cómo nos gustaría que nos despidieran, normalizar y hablar con naturalidad de la muerte
Lo que pasa es que siempre que sale este tema suele intervenir alguien para pedir que se cambie de tema. Eso hay que evitarlo en la medida de lo posible. Hay que mantener el tema, poder hablar de cómo nos gustaría que nos despidieran, normalizar y hablar con naturalidad de la muerte.
La pandemia, ¿una oportunidad perdida?
Recuerdo que hablé con usted pocos meses después de iniciada la pandemia y me comentó que veía en esa desgracia una oportunidad para romper el tabú de la muerte. Ahora que la pandemia ya apenas parece un mal sueño, ¿diría que hemos desaprovechado esa oportunidad?
Conforme me voy haciendo mayor le voy dando más tiempo a las cosas (risas). Quiero decir con eso que aún nos falta un poco de tiempo para analizar lo que nos ha pasado, pero la percepción es que sí, que hemos desaprovechado la oportunidad.
Cita a Stalin, que dijo aquello de que “la muerte de una persona es una tragedia, la muerte de millones de personas es una estadística”. ¿Podemos decir que la muerte en la pandemia ha quedado como eso, como una estadística?
Cito a Stalin a mi pesar (risas), pero sí, yo creo que ha pasado eso, que nos hemos quedado con la estadística. Cuando vas hablando con personas en pequeño comité, porque en el ámbito del duelo estamos atendiendo a mucha gente, por ejemplo a adolescentes que perdieron a sus padres de forma súbita, te das cuenta de que el tema de la muerte está ahí, de que necesitan hablarlo, pero la sensación a nivel general es de que la gente quiere pasar página.
“Igual que no notamos cómo perdimos la habilidad de gestionar la muerte, es posible que ahora estemos ya en el camino de reculturizar la muerte”
Ahora estamos en una epidemia de salud mental y eso es por un cúmulo de situaciones que se han producido en los últimos años. Necesitaríamos hablar y mucho, porque como decía antes la forma de elaborar una experiencia es poniéndole palabras. Al final todos hemos vivido la misma pandemia, pero cada uno de nosotros parece haberla vivido de forma distinta. Cuando hablas con la gente te das cuenta de eso, de que las vivencias son muy diferentes. Hay una necesidad enorme de poner palabras a lo vivido.
Pese a todo, ¿podemos sacar lecciones como sociedad de esta pandemia en lo referente al eterno tabú de la muerte?
Desde luego. Yo creo que, aunque no estamos hablando mucho más de la muerte a nivel global, sí que están saliendo cada vez más iniciativas, como este libro, que dan la sensación de que podemos hablar más libremente sobre el tema y de que hay más gente escuchando.
No va a ser un gran cambio social, pero igual que no notamos cómo perdimos la habilidad de gestionar la muerte –porque fue un proceso lento y gradual–, es posible que ahora estemos ya en el camino de reculturizar la muerte.